Todo el que lee mucho, está condenado a escribir... dijo alguien.

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domingo, 23 de septiembre de 2007

UNO





El sol hacía ya mucho tiempo que se había ocultado cayendo mansamente en el océano, pero nadie en la pequeña aldea dormía. Todos esperaban el veredicto del jurado especial. Había sólo cuatro hachones encendidos delante de la Casa, el resto de la plaza quedaba en una oscuridad latiendo por el corazón de todos los aldeanos concentrados en aquel lugar.
La gran explanada se hallaba envuelta en un aire plagado de amenazas, un murmullo apenas contenido se elevaba, giraba por encima de las cabezas, flotaba sobre los tejados y se difuminaba sin acabar de desaparecer por completo. Todos los habitantes del pueblo estaban presentes, viejos y jóvenes, mujeres y hombres, hasta los más ancianos y enfermos habían pedido que los llevaran allí. Incluso los forasteros, contagiados por el ambiente de ansiedad de todo el pueblo, se habían acercado a la plaza.
Los ojos expectantes se clavaban en el gran balcón de la Casa, la inquietud, el temor, el recelo ante la decisión que tomaran las autoridades, se reflejaban en ellos, junto con la firme determinación de llevar hasta el último extremo sus legitimas ansias de justicia. Todos s e sentían unidos por un deseo común. Núbar debía desaparecer, su presencia era ya inadmisible.
Los ruidos cesaron de repente cuando se abrió el balcón de la Casa y apareció el portavoz del jurado.
Parecía estar muy acalorado, llevaba la camisa unos botones desabrochados y la chaqueta mal acomodada sobre los hombros. Detrás de él salieron los demás miembros del jurado, especialmente constituido para la extraordinaria ocasión. Y por último, entre dos policías, Núbar.
Gritos amenazantes recibieron la aparición en el balcón del causante de sus iras. Pero el hombre que provocaba tanta animadversión, hasta el punto de ansiar su muerte, mostraba un aspecto inofensivo, incluso desvalido en esos instantes. Era joven, pero habían roto su fortaleza y apenas se mantenía en pie. Tenía el rostro tumefacto, las ropas desordenadas y con manchas de sangre. No le habían maltratado en el interrogatorio, todas su heridas las causaron los golpes de los celosos servidores de la ley que le detuvieron. Le dolía el pecho, echó los hombros hacia atrás e intentó respirar profundamente, pero su gesto fue interpretado como un arrogante desafío y aumento el vocerío en la plaza. Su figura era patética, clamaba a la compasión, sin embargo no despertó piedad alguna en sus convecinos.
Núbar no había querido dejar su protección en ningún representante del pueblo, arrogándose él el derecho a esclarecer los hechos que se le imputaban. Éste era el motivo de su presencia en el balcón, en ausencia de un defensor él debía aceptar o rechazar el veredicto. Algo meramente simbólico, pues sólo eran palabras que no modificaban en modo alguno la decisión del jurado.
El portavoz llevaba las actas del juicio en la mano, las ojeó nerviosamente, intentó ordenarlas sin resultado y por fin las desechó encarándose con aquel hervidero de gente ansiosas por sus palabras.
-¡Lleváis muchas horas aguardando el resultado del juicio, por eso no voy a cansaros con todo el proceso! –gritó mostrando los papeles en alto y arrojándolos hacia atrás en un gesto teatral, cuidando que no cayeran fuera del balcón, más tarde los necesitaría, pero para el gentío que le escuchaba embelesado era un buen acto de campechanería.
-¡Ya lo leeréis mañana en el bando! –continuó eufórico- ¡Sólo os diré lo que queréis saber y esperáis!
Guardó un premeditado silencio, gozando de antemano del resultado que sabía producirían sus palabras. Cuando creyó que era el momento justo de pronunciarlas, miró de soslayo a Núbar, tragó saliva y esbozo una sonrisa de triunfo sin disimulo alguno.
-¡Núbar es culpable! –gritó con toda la fuerza que fue capaz a la enardecida multitud.
El clamor que brotó de todas las bocas tardó mucho tiempo en clamarse. El jurado en pleno sonreía satisfecho. Los guardias intentaba reprimir su alegría bajo su mascara profesional. Núbar permaneció indiferente, sabía cual sería la reacción de sus vecinos.
Solamente uno entre ellos, oculto en las sombras de los pórticos que rodeaban la plaza, palideció al oír la frase exultante del portavoz, se aferro desesperadamente a una de las columnas que le ocultaba del gentío y empezó a llorar, mientras su cabeza golpeaba a la piedra, insensible al dolor, pronto cayó al suelo y allí siguió, gimoteando, con el cerebro envuelto en la bruma del alcohol, en su rostro se mezclaban las lagrimas, las babas de borracho y la sangre de las heridas que él mismo se había provocado. Una piadosa inconsciencia se apoderó de él y le impidió oír el resultado final de su delación, los gritos de la muchedumbre pidiendo el máximo castigo para Núbar.
-¡Los palos! ¡Los palos! -coreaba el gentío
El jurado se removió inquieto en el reducido espacio del balcón, los guardias no hicieron ningún gesto, su seriedad era ahora auténtica, el portavoz olvidó su sonrisa victoriosa y por un momento temió perder el control de la situación.
Los palos eran una condena demasiado cruel, demasiado brutal y despiadada, pero se dejó arrastrar por el violento y absorbente sentimiento de la masa, desechó el consejo de los demás miembros del jurado, apenas murmurado entre dientes, de que debían deliberar antes de decidir cual sería la condena, y se apropió una responsabilidad que no le competía, cediendo ante el poder incontrolable de la multitud.
Apoyó las dos manos en la baranda y pareció escuchar el rumor creciente, elevándose en oleadas hasta el balcón, después alzó las manos pidiendo calma y silencio, cuando lo consiguió se volvió a mirar a Núbar y le dirigió la protocolaria pregunta.
-¿Está el reo de acuerdo con el veredicto?
Núbar no le oyó, contemplaba hipnotizado aquel millar de ojos mirándole sin compasión alguna, aquellas bocas gritando al unísono la misma palabra, a todos los hombres y mujeres que de repente se sentían dueños del destino de un hombre, ebrios de odio, clamando una venganza liberadora de tantas supuestas humillaciones causadas por él.
El portavoz repitió por tercera vez la pregunta y Núbar respondió, con una extraña calma, de acuerdo con la formula inamovible desde hacia varios siglos.
-No, soy inocente de los cargos que se me imputan.
-¿El reo está dispuesto a aceptar la sentencia sin recurrir?
-No.
-Una vez hecho público el veredicto el acusado pierde todos sus derechos, el recurso a la sentencia está fuera de sus capacidades legales.
El portavoz aprovechó la leve pausa que siguió al ritual final para limpiarse el sudor de rostro y cuello. No había prestado atención a las respuestas, pues no era necesario, sabía cuales eran.
El tumulto de la gente había callado para oír el breve intercambio de frases, muchos esperaban otras palabras en los labios de Núbar, y se decepcionaron al comprobar que, incluso él, se amoldaba a la tradición legendaria.
Se llevaron al acusado, siguiendo las normas establecidas, sólo quedaba proclamar el día de la ejecución y esto se debía hacer sin el conocimiento del condenado.
Núbar se dejó llevar dócilmente, su cerebro estaba bloqueado, incapacitado para pensar. Los gritos de sus vecinos pidiendo su muerte en los palos le había perturbado, ni por un momento, desde su detención había sopesado esta posibilidad. Era una muerte ignominiosa, sádica, de inútil crueldad, reservada únicamente para los asesinos más sanguinarios, aquellos que se ensañaban con sus víctimas. Él no había matado, no hizo daño alguno deliberadamente, era un hombre normal, nadie percibió nada extraño en él y hubiera seguido así por toda su vida, pero alguien le delató, alguien había comprendido las extrañas coincidencias y descubrió su secreto tan celosamente guardado.
Los guardias arrastraron a Núbar hasta una habitación en los sótanos de la Casa, olvidada hacía mucho tiempo, dos argollas colgaban de la pared y en ellas sujetaron sus muñecas.
En aquella forzada postura, con los brazos en cruz ligeramente alzados, vio a sus guardianes observándole atentamente, satisfechos del deber que les había permitido ser los protagonistas del apresamiento y de la posterior custodia del mayor criminal conocido en la historia del pueblo.
Núbar se sentía impotente y desvalido como un niño, en su cerebro aún hallaba eco los alaridos desaforados de sus convecinos. Tenía miedo, no quería morir en los palos. Historias contadas por los más viejos cobraron forma ante él. Encarnizados asesinos, parricidas, magnicidas, todos encontraron su final de aquella forma deshonrosa. Se resistía a imaginarse a sí mismo sujeto entre dos fuertes estacas en el centro de la plaza, viendo desfilar ante él a todo el pueblo, golpeando, hiriendo, dejando su odio marcado sobre su cuerpo. La muerte podía tardar mucho en llegar. La desesperación le hizo apretar los puños y encajar con fuerza los dientes. No podía hacer nada, su martirio ya había empezado haciéndole ignorar el día y la hora en que todo comenzaría, sólo le era posible una cosa, soñar. Cerró los ojos unos segundos, pero un fuerte golpe en el estómago le obligó a abrirlos, encogiéndose todo lo que le permitían las cadenas en un intento de aliviar el dolor. Uno de sus guardianes le miraba expectante, dispuesto a descargar otra vez contra él, le alzó la cabeza bruscamente, sujetándole por los cabellos, Núbar apretó los dientes para no gritar.
-No cierres los ojos, no queremos que cambies tu destino, ni el nuestro –dijo el guardia amenazante y añadió con un tono triunfante en la voz- vas a morir Núbar, y a nosotros nos han ordenado mantenerte despierto para que se cumpla la condena. Así que no intentes nada.
-¿Me matareis si lo hago? –respondió Núbar irónico, dolorosamente mordaz.
-No te pases de listo, Núbar. Nosotros no te mataríamos, pero podemos hacerte desear encontrarte en loso palos, esperando de alguien el golpe de gracia.
Núbar no replicó, contempló su fiero rostro y comprendió que tenía razón, incluso que disfrutaría si se veía obligado a cumplir su amenaza. Sabía que no sobreviviría al castigo de los palos, sin embargo prefería cumplir la condena a ser golpeado sistemáticamente por los eficaces y contundentes puños de aquellos dos hombres, ansiosos por cumplir con un deber que les satisfacía, y que se detendría instantes antes de perder él el conocimiento.
Intentó mantener los ojos abiertos, observándolos, esperando un descuido, una breve relajación de su vigilancia, sólo necesitaría unos minutos para soñar. Ignoraba si lo conseguiría, nunca lo había intentado. Aunque por una amarga ironía ésta era una de las principales acusaciones en que se basó el juicio.
Los guardias se sentaron en incomodas sillas frente a él, en medio de los dos una mesa. No tenían nada qué hacer, sólo vigilar a Núbar, impedir sus sueños.
Los minutos pasaban angustiosamente rápidos para Núbar, desesperadamente lentos para los guardias. Hasta que alguien llamó a la puerta y uno de ellos se levantó a abrir encontrándose a una muchacha de unos veinte y pocos años, de grandes ojos algo inquietos, su boca sonreía y pronto su rostro adquirió una expresión picara e insinuante.
Vestía una larga túnica de estar por casa, aunque se adivinaba que no iba desnuda, su descuido era sólo premeditado. En sus manos portaba una bandeja con dos jarras de cerveza.
-Mi padre me ha pedido que os traiga algo de beber –dijo entrando, sin esperar la invitación del policía.
Dejó la bandeja sobre la mesa y les ofreció las jarras.
-Tu padre es muy amable, gracias. –dijo el guardia más mayor, algo suspicaz, aunque su rostro sonreía.
-Sí –admitió ella, encogiéndose de hombros, con una expresión inocente en su rostro.
La entrada de Mara causó a Núbar honda consternación, temió que los guardias lo advirtieran y ahogó el grito que le subía a la garganta, se limitó a observar lo que ella hacía, esperando que se encontraran sus ojos para pedirle en silencio la inutilidad de su acción, ya todo estaba dispuesto, su presencia allí sólo provocaba más desolación en su alma.
Pero Mara no le dirigió ni una sola vez la mirada, su atención la atraían los dos vigilantes, parecía muy contenta por el encargo de su padre y permaneció allí, aún cuando ya habían consumido toda la cerveza. Uno de los guardias, el más joven, descuidó su vigilancia del preso. Estaba prendido de los ojos, de la boca, de todo el cuerpo de Mara y ésta le prodigaba su sonrisa y carantoñas con generosidad. El guardia más viejo no había dejado de observar a Núbar, ni aún cuando tomaba su cerveza. Ahora estaba molesto por los coqueteos de su compañero con la mujer y se sentó de espaldas a ellos, continuando con su deber, por esto no advirtió como el causante de su incomodidad empezó a dar cabezadas, invadido por un pesado sopor imposible de evitar, ni tampoco vio a Mara cogerle cuidadosamente la cabeza y apoyarla sobre la mesa.
Núbar vio entonces confirmarse sus sospecha al ver entrar Mara en su celda y temió por ella. Si el otro guardia no perdía el conocimiento pronto tendría serias dificultades y él no podría ayudarla. Pero Mara no parecía asustada, continuó hablando, dirigiéndose al hombre dormido, confiando en que el otro no se volviera y le llegara la inconsciencia antes de terminar su inventiva y pudiera llegar a la pistola que el durmiente tenía en la cintura.
-Eres poco hablador... –decía Mara con voz susurrante, melosa, mientras sus manos intentaban sacar el arma de su funda, dirigiendo miradas impacientes al otro guardia, firme aún en su puesto.
-Deja tus manos quietas, esto no está incluido en el servicio –continuaba y sus palabras las acompañaba con una risa acariciadora.
El guardia vigilante perdía la calma por segundos. Podía soportar la insistente observación a Núbar mientras su compañero se entretenía con Mara, incluso las frases insinuantes de ella, pero su aparente condescendencia se quebró al suponer el juego amoroso a su espalda. Su compañero iba demasiado lejos estando de servicio y podía comprometerlo a él.
-¡Ya está bien! ¡Me estáis hartando! –gritó volviéndose bruscamente y su impaciencia se convirtió en ira al advertir el engaño- ¡Maldita sea!
De un salto alcanzó a Mara y le sujetó ambos brazos, rápidamente se dió la vuelta y la enfrentó a Núbar.
-¡Está bien, intenta algo y será ella quien lo pague! ¡Esta vez te ha salido mal Núbar! ¡No lograrás escapar!
-Suéltala, deja que se vaya –pidió Núbar con calma.
Temía por ella, las consecuencias de su intentona podría traerles graves problemas, el ser hija del alcalde sólo complicaría más las cosas.
-No Núbar... –respondió el guardia con sorna- ella se queda aquí, ahora voy a llamar y vendrán a buscarla, dentro de unas horas, en cuanto amanezca, todo el pueblo sabrá que Mara intentó liberarte... y puede que te acompañe en los palos.
Mara palideció intensamente al oírlo, no había previsto esta eventualidad y ahora estaba aterrada. Se revolvió en los brazos del guardia, pero éste la sujetaba con fuerza y sólo consiguió que atenazara con más fuerza su cuerpo, entonces levantó la pierna derecha y golpeó con furia el tobillo del hombre con el tacón del zapato. En el primer momento de sorpresa pudo zafarse e intentó ganar la puerta, pero no lo consiguió.
-¡Sueña Núbar, sueña! –gritó desesperada mientras el oficial volvía a cogerla, forcejearon, pero él era más fuerte y pronto volvió a tenerla en su poder, cansada y derrotada. Núbar apretaba los puños y los dientes con rabia, forzado y mudo testigo de lo ocurrido. Mara le había suplicado que soñara, pero él ignoraba como conducir sus sueños.
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